Patricio Valdés Marín
Nuestra civilización occidental capitalista se caracteriza
principalmente porque establece que la propiedad privada del capital es
absoluta e inviolable y, además, nos obliga jurídica y policialmente a respetar
el derecho de quienes acumulan y concentran riquezas más allá de las
posibilidades de la imaginación. Por su parte, nuestros días se están caracterizando
porque la misma acumulación y concentración en una pequeña oligarquía
plutocrática global nos está llevando a la destrucción de nuestra civilización.
Debiéramos entender que esta oligarquía, en que sólo seis de sus individuos
poseen el equivalente a la riqueza de la mitad de toda la humanidad menos rica,
es dueña del FED, entidad que emite los dólares sin medida alguna y los presta
a intereses, es propietaria de las corporaciones transnacionales, persigue además
implantar un “nuevo orden mundial” que obligue a todo el mundo a ser deudores de
crédito ganando en los intereses, a ser sus clientes ganando en las utilidades,
a invertir sus capitales ganando en beneficios, a ser terratenientes ganando en
rentas. Ha cooptado a EE.UU. mediante sobornos y utiliza sus instituciones,
maleándolas, para dominar todas las naciones y apoderarse de sus riquezas
mediante la fuerza. Después de haberlo completamente parasitado esta apátrida oligarquía
está arrastrando a EE.UU. al desastre y también al mundo entero.
Invadiendo
nuestra mente con una continua propaganda, nos ha empecinado a sacralizar la
propiedad privada del capital. Esta ideología ha tenido históricamente sus
iconoclastas, pero han sido persistente y brutalmente reprimidos. A
continuación veremos un modelo de cultura milenaria que no se basa en la
propiedad privada, sino en la propiedad comunitaria. Ha sido muy exitoso,
humanitario y feliz por muchos milenios. Se trata de la cultura andina, que es
compartida principalmente por los pueblos quechuas y aimaras, que surgió tras
la revolución agrícola-pastoril del neolítico americano y que se encuentra actualmente
acosada por la civilización occidental.
La organización sociopolítica fundamental de estos pueblos
agricultores es el ayllu. Se trata de la comunidad local de campesinos, unidos
originalmente por lazos familiares, que trabajan las tierras comunitarias, las
que comprenden tierras de cultivo, de pastoreo y bosques comunales. Las
viviendas familiares se agrupan en aldeas. Cada aldea, incluida sus tierras cultivables
y de pastoreo, es un ayllu. Tradicionalmente, las comunidades intercambian
productos en las frecuentes festividades regionales. También allí se vinculan
los miembros de distintas localidades y los solteros encuentran su pareja para
la vida.
El modo de producción tradicional de la región andina en sus
valles y en su altiplano ha sido el cultivo de la tierra (papas, maíz, quinua,
habas, calabazas, etc.) y el pastoreo de camélidos (llamas y alpacas) y, desde
la Conquista, ovinos, caprinos y vacunos. Este trabajo se realiza en forma
familiar. Nadie es peón de otro. La preparación de la tierra, su labranza,
siembra y cosecha se realizan manualmente y con herramientas mínimas, tal como
se hacía miles de años atrás. El arado egipcio, una de los adelantos
tecnológicos más importantes introducidos en medio milenio, fue traído por los
conquistadores.
A diferencia de los poderosos señores que explotaban al
campesinado y que caracterizaron otras culturas agrícolas en otras partes del
mundo, como Egipto, Mesopotamia, India, China, en la región andina se ha
llegado a una completa convivencia social basada en un entendimiento
perfectamente pacífico, donde lo fundamental es la igualdad social y económica.
Un signo de esta igualdad es la homogeneidad en la vestimenta. También la
indumentaria significa la adherencia a una determinada cultura y por ende, a
una comunidad.
A juzgar por los hallazgos arqueológicos, los pueblos originarios nunca requirieron fortificaciones, armamentos, ejércitos ni aparatos represivos. Por una parte, se privilegió la convivencia al conflicto, cuidando mucho que nadie pudiera llegar a una situación de dominio por una riqueza relativa que pudiera someter a los otros. Por la otra, ello puede explicar también que fueran fácilmente conquistados primero por los incas, un pueblo algo más guerrero que formó un imperio cuya unidad se sostenía en el dios Inti, y, posteriormente, por un puñado de aguerridos españoles.
A juzgar por los hallazgos arqueológicos, los pueblos originarios nunca requirieron fortificaciones, armamentos, ejércitos ni aparatos represivos. Por una parte, se privilegió la convivencia al conflicto, cuidando mucho que nadie pudiera llegar a una situación de dominio por una riqueza relativa que pudiera someter a los otros. Por la otra, ello puede explicar también que fueran fácilmente conquistados primero por los incas, un pueblo algo más guerrero que formó un imperio cuya unidad se sostenía en el dios Inti, y, posteriormente, por un puñado de aguerridos españoles.
Probablemente, el hecho de cultivar la tierra con el agua de la
lluvia, y no de algún río, como el Nilo, Tigris, Eufrates, Indo, Ganges,
Amarillo, Yang-tse, que concentra geográficamente los terrenos de cultivo,
permitió el desarrollo de comunidades campesinas libres e igualitarias. Antes
que ser sometido o cuando el espacio faltaba, un campesino y su familia solían
emigrar a otros suelos vírgenes, igualmente fértiles, ya que en todas partes
llueve. Igualmente, el extenso territorio que permitía ocupar nuevas tierras
mantuvo una mediana concentración demográfica, hasta que, cuando se produjo la
explosión demográfica de las últimas décadas, se llegó a ocupar todas las
mejores tierras. El excedente de población debió emigrar a la ciudad, donde su
cultura neolítica y agraria no lo prepara para una rápida adaptación.
El ayllu data de los tiempos inmemoriales, cuando los primeros
cazadores recolectores que ocuparon la región andina comenzaron a cultivar el
maíz, la quinua y la papa, y a pastorear camélidos. Aquél estableció tan
firmemente como aquellos primeros labriegos y pastores adaptaron evolutivamente
su propia fisiología a las altitudes de los Andes. Con el advenimiento del
imperio de los incas, los ayllus permanecieron como la base de su organización
política, social, económica, religiosa y militar, y pasaron a integrar alianzas
y federaciones. Durante la Colonia, desde el virrey Toledo, los españoles
respetaron la organización primaria del ayllu, a la vez que mantuvieron el
colectivismo agrario. La República, imbuida en las ideas liberales
prevalecientes en Europa, le suprimió todo accionar político a esta forma de
vida que no cuajaba en sus ideales, pero que era la de la gran mayoría del
pueblo. Pero tampoco hizo nada por transformarlo e integrar a los indígenas a
la vida nacional, perpetuando la segregación cultural y étnica.
La autoridad reconocida en el ayllu es la del sinchi o curaca, miembro eminente de la tribu. Cada ayllu rinde
culto a sus antepasados, y tradicionalmente tenía un emblema o tótem protector,
el guarqui, que tomaba forma de
animal, de ser inanimado o de fenómeno natural.
Como se dijo, el parentesco es la base de la unión del ayllu. El
comportamiento social e individual es similar al de una tribu, con las debidas
diferencias en cuanto a que la tribu es la organización social propia de
cazadores-recolectores. Tal como en la tribu, las relaciones entre los
individuos son personales. En un ayllu los mayores traspasan las tradiciones,
valores y costumbres a las nuevas generaciones, y velan para asegurar la
supervivencia de todos. Éstas rigen el comportamiento social e individual. El
ayllu es la fuerza que representa la voluntad del grupo. El individuo se funde
completamente con él, al tiempo que mantiene en gran medida su propia
personalidad.
Las relaciones sociales son semejantes a las de una comunidad sin
clases y sin el poder individual que otorga la propiedad privada. En el ayllu
todos son iguales en lo económico y en lo social, lo que contribuye a dar
estabilidad y armonía a las relaciones entre las familias. El ayllu contiene la
fuerza de la supervivencia individual y colectiva. Allí se manifiesta la
voluntad inquebrantable de la comunidad. Allí también se parapeta la tradición
y las costumbres que emanan del vivo amor a la tierra, resistiendo pasiva pero
tenazmente todo cambio. La tradición enseña que la supervivencia se encuentra
fundamentalmente en el cultivo de la tierra.
Lo peculiar del ayllu es que la propiedad de la tierra no es
individual, sino que comunitaria. Es la comunidad la que asigna periódicamente
los terrenos de cultivo, o tupus, a
las familias. Con ello se consiguen al menos cuatro objetivos: 1º una
repartición equitativa de las tierras según las necesidades y capacidades de
las familias; 2º el apartar tierras para su descanso, y 3º el exigir a los
individuos trabajar por el bien común, como construcción y limpieza de canales
de regadío, construcción y mantenimiento de caminos vecinales, etc., y 4º el
obligar al individuo a acatar la voluntad de la comunidad en la prosecución del
bien común. Los bosques, el agua y los pastizales son explotados en común. La
choza y sus pertenencias son propiedad exclusiva del grupo familiar.
El ayllu dista mucho de ser una empresa agrícola. Por una parte,
los únicos factores de la producción económica que reconoce son la tierra y el
trabajo. El capital y la gestión empresarial no tienen significación
productiva. Por la otra, el trabajo es de quien labora directa e
individualmente la tierra. El fruto de la tierra va en su totalidad a quien la
ha trabajado. No son posibles empresas mayores que requieran contratar mano de
obra, pues cualquiera que llegue a trabajar la tierra la puede reclamar para sí
junto con los frutos obtenidos.
El propósito de esta organización es la provisión del alimento y
de los materiales básicos (lana, cuero, madera, paja) que permiten asegurar la
subsistencia familiar, pero llevando una vida simple, tal como se hacía
milenios atrás. El escaso excedente generado pasa al resto de la economía
nacional a través del comercio.
Probablemente, la institución originaria que más representa tanto
el carácter cultural como la cosmovisión del pueblo originario sea el
“presterío”. Éste es una fiesta comunitaria, principalmente aimara, por la que
quien se ve favorecido en su cosecha en un año, cosa perfectamente natural,
está obligado a repartir y prestar su excedente a los otros, esperando ser
retribuido cuando a éstos les vaya bien en un futuro indefinido. También,
probablemente, el origen de esta institución se encuentre en la estructuración
de un mecanismo que impedía tanto que alguno sufriera necesidades como que
alguno llegara a adquirir mayor poder que los demás y convertirse de esta
manera en el germen de odiosas diferencias, dominaciones y sumisiones.
Algunos rasgos decisivos y característicos del comportamiento
social y cultural se pueden observar en esta costumbre del presterío. Uno de
ellos es la búsqueda de la igualdad social y se trata de una igualdad en lo
simple, donde es naturalmente mal visto ostentar riqueza. Otro rasgo es el
natural pacifismo de las personas, reconociendo que los otros, en especial los
del mismo grupo, tienen un espacio para desenvolverse. El presterío permite el
derecho de petición que tiene una persona frente a alguien que está en una
posición temporalmente superior. El extender la mano no menoscaba la dignidad
personal, pues se considera que es una actitud no sólo legítima, sino que
apropiada frente a quien tiene.
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